Suele decir un viejo amigo chileno,
Fermín: “En el fútbol tengo a mis mejores amigos y a mis peores enemigos”. En
mi caso, creo que los primeros son un ejército mucho mayor que la anti fuerza
que representan los detractores. No es fácil salir bien librado en estos
menesteres periodísticos del ejercicio de la crítica. En el camino quedan
relaciones rotas y sanas intenciones truncadas. La buena fe no basta.
El fútbol nos ha permitido cosechar amigos
y excelentes relaciones, porque ha sido
el vínculo con tantos hechos cotidianos, que termina involucrándose en cada
paso de nuestra existencia. La clave está en asimilar a nuestros íntimos a esta
religión que profesamos los adoradores obnubilados de la pelota, que no nos
deja muchas veces ver más allá de nuestras narices. Pensar que sólo es válida la redondez del
mundo y que padres, novia, mujer, hijos,
amigos y todo ser humano en nuestro entorno tiene que calarse esta enfermiza
pasión.
Cómo hacer posible que un partido de
fútbol sea un motivo para sacar a nuestra tribu familiar de la rutina de sus
días, en un fin de semana o el
asueto que hace rato nos robó el balón. Aprovechar la fecha del calendario en Puerto La
Cruz y llevarlos a la playa. A Caracas para que suban al Avila. A los
Carnavales de El Callao, por estos días.
De repente, este deporte tan gentil
como artero, también nos coloca en el horizonte la oportunidad de establecer
contactos maravillosos cuando viajamos a otros países, donde la arraigada
cultura machista criolla se desborda en una interrogante una vez a la llegada: “Dónde están las mujeres –digo
“Putas”- en esta ciudad”. No digo más.
Ir al mercado público, subirse a un
autobús con el común, entrar a un restaurant típico y saborear las esencias del
lugar, visitar los sitios emblemáticos, caminar sectores populares sin
prejuicio y hacer ejercicio de embajador
del país ante cada persona que nos aborda, es un ejercicio demasiado
gratificante para quienes vemos en cada geografía diferente y en los rostros
extraños la posibilidad de nutrirnos cultural y espiritualmente.
Así, por esas cosas del destino, una vez nos vimos
entre pirámides, esfinges y faraones en el Egipto que estudiamos en el colegio.
Farías y sus muchachos Sub-20 fueron los genios de la lámpara que nos pusieron
en esa lejana tierra en el 2009 en un sueño realizado para el balompié
venezolano.
Escapado en una pausa del torneo, fui
a parar solitario a la mediterránea Alejandría, con su biblioteca de siglos y su
costanera avenida La Corniche. Nada más fue llegar y sentir que pertenecíamos a
aquella estancia, donde ni el límite del idioma ni las ancestrales creencias
religiosas, impidieron esa relación
humana, incitada por el interés de abordar al visitante extraviado.
De allí nació una perdurable relación
con un anfitrión excepcional. No era un comerciante más, era él y su familia en
hábitos musulmanes, que me tendía una mano mientras requería unos lentes para
mi esposa. Con esa confianza que trasciende cualquier barrera y se respira entre los hombres de
buena fe, departimos un tabule que sabía a gloria.
Quedó en pie la propuesta de reunirnos
un día no muy lejano en torno de una
mesa servida con “Koshari”, el sencillo como indescriptible plato típico de los
egipcios. Aquello pareció una simple promesa, compartida sin futuro, de ciudadanos de dos mundos diferentes, en las antípodas de la historia, de las
costumbres, de todo.
Hoy, debo rebelarles, estamos sentados
en mi casa con el amigo Ahmed Altaiby, saboreando el “Koshari”, después de
disfrutar el espectáculo de su preparación con los condimentos y aromas traídos
desde tan enigmática tierra.
Gracias al fútbol que me ha dado
tanto, incluso un amigo como Ahmed y un lector como tú, parafraseando a Juan
Vené.
Twitter: @megasportradio
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